• de otros lados
    sábado, 16 de septiembre de 2006
    En donde se relata el ciclo vital de un sueño
    En un tiempo, este texto fue mucho más que un texto.
    Ya no.
    Ahora es sólo un cuento de tiempos lejanos.






    El mar, la torre y la doncella

    El mar suele ser negro, como las largas noches que asedian esta tierra, o bien gris, como las perpetuas nieblas que habitan sus días. Ruge sus inclemencias a los pies de un acantilado, y en las noches tranquilas, que son pocas, brilla plateadamente espejo de la luna.

    La torre está enclavada al borde del acantilado. Es alta y fuerte, y ha resistido las tormentas desde hace muchos años. Es roja, como la piedra de volcanes de la cual fue construida, ya nadie recuerda por quién. Tiene una hermosa puerta de madera, labrada en signos de magia. Su silueta circular está coronada por una cúpula, hecha del cristal más grueso y resistente que puede encontrarse.

    La Doncella vive en la torre. Es alta también; su cabello es oscuro y azota su piel durante las tempestades. Esa piel es morena, pero ya empalidece un poco, pues muchos días han pasado sin que la acaricie el sol. Los de la aldea la ven en contadas ocasiones, cuando baja en busca de provisiones, o cuando pasa de largo en dirección al bosque para ver a sus tres hermanas, las Brujas de la Tierra, del Agua y del Fuego.

    La Doncella ha olvidado cuándo comenzó a habitar la torre a la orilla del mar. Pero recuerda con luminosa claridad el día en que descubrió la misión que tenía allí. Curiosamente, no fue el día en que el Vagabundo apareció en la aldea, ni el día en que por primera vez, y no por última, coincidió con él en la cabaña de sus hermanas.

    Fue una mañana en que finalmente había salido el sol, pero soplaba un viento frío que acuchillaba la piel. La Doncella había bajado a una playa cercana a buscar plumas de gaviota para ciertos ritos (pues ella es también, de vez en cuando, la Bruja del Aire). El Vagabundo estaba ahí, sentado sobre una roca, contemplando cómo el mar se quebraba en espuma contra el costado de una pequeña barca, anclada en la orilla, que tenía todas sus velas desplegadas. Vestía, como siempre, de negro, recuerda la Doncella. Ella se sentó en la roca, a su lado, y le sonrió levemente. Hablaron un poco, pero después guardaron silencio. Pasaron algunos momentos. El viento seguía soplando, jugueteando con el cabello del Vagabundo, que era largo, y del color de la arena, notó por primera vez la Doncella.

    En ese momento, una gaviota cercana emprendió el vuelo, y mientras planeaba sobre sus cabezas, dejó caer una pluma blanca, que rozó la frente de la Doncella y fue a parar a su regazo. Ella la tomó, contenta de ese regalo del cielo, y la guardó entre sus ropas. Mientras la acomodaba en su falda, su mano se topó con un objeto que no reconoció inmediatamente. Lo extrajo y vio que era una baraja de naipes. No era una baraja de las de juego, de risa, borrachera y apuestas triviales; era de las otras, de aquellas en que se abren ventanas a otros tiempos y a la Verdad que ocultan; a otras almas y a lo Sagrado que las anima. Cayó uno de los naipes a la arena; el Vagabundo lo atrapó antes de que el viento lo arrebatara. Lo miró de reojo, como sospechando de él, y se lo alargó a la doncella, comentando, con una oblicua sonrisa entre los labios, cuán fielmente reproducía la figura de ese naipe la encrucijada en que él se encontraba en aquellas horas. Al instante su rostro se ensombreció, como si hubiera temido decir demasiado. Pero su mirada no vaciló, y su mano no dejó de ofrecerle el naipe.

    Vagamente alarmada por tal confesión, la Doncella examinó con especial atención la carta que el Vagabundo le extendía. En ella podía verse la silueta de un joven, casi un niño, de pie al borde de un precipicio, con un pie en el aire, casi a punto de saltar hacia lo desconocido. Mientras la observaba, sintió de pronto que el viento la traspasaba y se la llevaba lejos, y le pareció por un instante ver una especie de fogonazo, como si algo floreciese bruscamente dentro de su ojo.

    Volvió a su cuerpo tan rápidamente como había salido. Tratando de recuperar el aliento, alzó la mirada, y entonces le ocurrió que vio. Vio, con una claridad tan intensa y repentina que no podía ser obra del azar, de qué se trataba todo: la aparición del Vagabundo en su vida, aquel encuentro en la playa, la carta escapada de la baraja, las velas al viento de aquella barca; comprendió también en aquel segundo algo de lo que había detrás de la claroscura mirada del Vagabundo. Y entre todas las cosas que vio, alcanzó también a vislumbrar su propio destino, que se estaba cumpliendo en aquel preciso instante. Pero apartó la mirada, y no llegó a conocerlo, ni a aceptarlo, sino hasta mucho tiempo después.

    Sonrió entonces, y supo lo que tenía que hacer. Volvió a mirar por un momento al Vagabundo, que parecía no haberse dado cuenta de nada. Devolvió el naipe pródigo a su lugar dentro de la baraja, la envolvió en un pañuelo rojo que sacó no supo de dónde, y se la ofreció al Vagabundo. Lo único que dijo fue: “Toma. Son para ti”

    El Vagabundo parpadeó varias veces en desconcierto, pero acabó recibiendo en sus manos el inesperado regalo. Miró el envoltorio rojo como si fuera sangre en sus manos, y cerró los ojos. Después los abrió, y la miró largamente.

    La Doncella ha jurado nunca olvidar ese momento, pero sospecha que ese juramento es en cierto modo inútil; sabe que aquel recuerdo será para siempre como un tatuaje en su piel.

    Antes de treparse a su barca (pues era ahora suya; aceptando un regalo del Universo se abre la puerta a todos los demás), el Vagabundo (que ya había dejado de serlo) quiso corresponder de alguna forma el precioso don de la Doncella. Inclinándose, la besó suavemente en los labios; después, acercó su boca al oído de ella, y susurró quedamente: “Mi nombre es Percival”. La abrazó durante un momento; al incorporarse, le sonrió, y esa sonrisa ya se había embarcado y se alejaba entre las olas.

    La Doncella volvió corriendo a su torre, las manos acurrucadas fuertemente entre sus pechos, atesorando en su corazón el regalo que le había dado el Vagabundo. “Percival… Percival…” repetía para sí una y otra vez, maravillada y aterrada al mismo tiempo de cómo comenzaba a subir la marea de su sangre con la segura melodía de ese nombre.

    Llegó al pie de la torre sin aliento, temblando como una gota de lluvia, y cayó de rodillas frente al mar. La niebla había vuelto a levantarse, pero alcanzó a ver cómo la barca de Percival se fundía con el horizonte, bañada en una extraña luz. La luz, notó repentinamente, venía de la cúpula de la torre. Observando con atención, la Doncella se olvidó por un momento del oleaje de su corazón, para reírse de su propia estupidez. Su tan amada torre nunca había sido tal.

    Era un faro.
    “Los marineros sólo llegan a los puertos, o a las playas”, se dijo. “Nunca a los faros”. Suspiró, y, con ojos cansados, entró a su hogar, a alimentar la lumbre del faro.
     
    dijo Tuilinn a las 23:15 | link |


    2 notas al margen:


    • A las 10:04 a.m., Anonymous Anónimo

      Me ha gustado mucho la historia, no la conocía. ¿De donde viene?

       
    • A las 11:21 p.m., Blogger Tuilinn

      Ejem, de mí.


      (Esto se parece a la mala anécdota de Neruda sobre su primer poema. Narf.)