• de otros lados
    sábado, 12 de abril de 2008
    Escrito desde la oscuridad, octubre del 2001.
    A veces hay cosas que por su naturaleza son incomprensibles para todos excepto para mí, o por lo menos así debería ser si los engranajes de la realidad funcionaran como es debido. Pero claro, este no es el caso. Aún no llego a vislumbrar el ojo de la tormenta, pero he decidido dedicarme a invocarlo.
    Sigo sin entender la razón de mis vagares por Santiago, esas caminatas estúpidas sin más objeto que beber de todas las piletas, encegueciéndome bajo el sol, mirando a los predicadores evangélicos y preguntándome cómo demonios aún no se convierten en mierda de palomas y si querrán decirme su secreto. Y por ahí ando, jugando a la ruleta en los cines baratos, repartiendo sonrisas a los pacos como si fueran bombas molotov, dejando las Ladysan pegadas en las paredes de los baños (el hilo de sangre bajo la puerta hará pensar en asesinados) y todo esto cantando despacito en la oreja de la estatua de Pedro de Valdivia. Por supuesto que el muy cabrón se hace el sordo, pero nunca se sabe, dicen.
    Así va la vida, o lo intenta. Creo que fue hace veinte millones de años cuando pisé una sala de clases por última vez; a duras penas recuerdo el rostro de mis compañeros, para qué decir los nombres. No me da pena, tal vez es mejor para ellos que ni siquiera sospechen lo que busco. O no lo entenderían o se volverían locos, alucinados para siempre de visiones ajenas, temblando en un rincón de sí mismos, rogando para que alguien vuelva a tapar la olla y empuje dentro de ella a todos los demonios que nunca debieron salir de allí.
    Pero yo no tengo miedo, porque sé que no hay que temer. No se trata de demonios, es cosa de aprender a ver su rostro. Y en eso estoy, dando vueltas por ahí a ver qué pasa. No sirve la educación para estas cosas, bien dijo Oliveira en algún lado de la rayuela. Mala suerte la mía, si dejó algún rastro en su carrera hacia la Maga, fue de tiza y el viento se lo llevó media hora después. Además habría que estar en París/Buenos Aires, y yo no tengo sino Santiago, tan lleno de presencias viscosas ocultas bajo el pavimento, de grillos negros oficiando de sirenas y de secretos sin importancia.

     
    dijo Tuilinn a las 04:45 | link | 7 notas al margen
    jueves, 10 de abril de 2008
    Gloria hosanna, that's the question
    Me vanaglorio, quizás equivocadamente, de tener eso que se llama "facilidad para los idiomas". Por sesgos de mi educación y pereza de mi parte, lo único que he logrado es ser fluente en inglés, y llegar a Latín III en la U mientras mis compañeros reprobaban Latín I por tercera o cuarta vez.

    He olvidado casi todo mi latín, probablemente por falta de oportunidades de practicarlo. Sólo me queda algún recuerdo de las tres primeras declinaciones, y un amor desmedido por las etimologías. El inglés, en cambio, ha crecido en mi cerebro como si fuera un parásito simbionte, y he llegado al punto en que mi voz interna algunas veces se pone a hablar en ese idioma.

    La culpa la tiene Borges, en última instancia.

    En el colegio, como todos, tuve clases de inglés. A diferencia de la mayoría, lo aprendí. No se crea que esto es digno de elogio; no involucró ningún esfuerzo de mi parte. Más o menos por la misma época, me topé con Borges, quien, como es sabido, creció en un hogar bilingüe, y de todas las literaturas que conoció, bebió con mayor frecuencia de la anglosajona. En ese momento no sabía nada de aquello, pero ahora puedo ver que mi amor por Borges tiene que ver bastante con tales antecedentes. La prosa de Borges tiene una cualidad ajena, quizás un poco distante, y una gramática vagamente fantástica, que tiendo a atribuir a que su mirada sobre el idioma castellano está irremediablemente coloreada por el inglés de su infancia, con el que habló con su abuela y leyó a Shakespeare.

    Lo único de valor que aprendí en las clases de Lingüística Estructural fue lo siguiente: los distintos lenguajes que han inventado los humanos son, finalmente, formas de pensar. Pensamos en el lenguaje que poseemos, y éste, para bien o para mal, nos posee a nosotros, y determina los pensamientos que podemos tener, y quizás la estructura misma de nuestra mente. En este punto otros suelen sacar a colación las treinta palabras que tienen los esquimales para designar el color blanco, ejemplo que, si bien adecuado, no me interesa.

    Lo que me interesa, ay, no tengo la destreza para explicarlo, me temo. Lo que puedo decir es: La gramática es, en sencillo, el conjunto de reglas que regulan qué se puede hacer de forma legítima con el lenguaje y qué no. Por extrapolación, puede plantearse que también es el conjunto de reglas que determina cómo piensa el usuario de una determinada lengua.

    Y ahí está la gracia. Ser competente en otro idioma significa, en resumidas cuentas, que se tiene a disposición otro conjunto de reglas de pensar, que es distinto del habitual para uno. El inglés es un idioma indoeuropeo a fin de cuentas, lo que implica que las reglas son en el fondo relativamente equivalentes. Pero no son las mismas, y una vez que uno entiende eso, se abre un universo secreto, al ladito del usual para uno, paralelo y reflejo, pero diferente.

    Y no sé si alguna vez se pueda terminar de comprender las diferencias.

    No ignoro que nunca poseeré el inglés con el que sueño. Nunca seré capaz de (re)escribir este mismo texto de forma que siendo el mismo, sea además completamente otro, enraizado en la gramática de otro mundo, sutilmente desplazado y distinto del mío. Pero puedo imaginármelo, lo cual es ya fortuna suficiente.
     
    dijo Tuilinn a las 00:39 | link | 4 notas al margen